Estoy sentada en la mesa del chef, al frente miro la ‘pizarra de las ideas’ y a mi derecha la cocina. He conversado con Joan durante más de una hora en el patio de la entrada donde sirven los aperitivos. En algún momento me pusieron delante un bonsái con aceitunas rellenas de anchoas y bañadas en delicado caramelo con una copa de Albert i Noya Cava El Celler Brut del Penedés. El bocado anuncia una epifanía que roza lo sobrenatural, se confirma luego cuando una lluvia torrencial se arranca de improviso.
En la cocina hay un ambiente de serena concentración, cada uno en lo suyo sin el menor aspaviento. Nacho, el sous chef, casi susurra la comanda; Jordi mira el techo en un arrebato de dulce inspiración, Joseph “Pitu” acaba de escribir en la pizarra ‘imaginación ética/inteligencia emo-ecológica’; uno de los tres camareros que nos atiende sirve el primer paso: una suerte de globo de papel plegable semejante a un farolito chino que al abrirlo descubre cinco bocados que reinterpretan el sabor de México, Turquía, China, Marruecos y Corea. Se llama “Comerse el mundo”.
Un rato
antes Joan había comentado la gira del equipo a Dallas, México, Colombia y Perú
para descubrir técnicas y sabores. “Conversando con nuestros productores nos dimos
cuenta que nuestros maíces también producen huitlacoche (delicioso hongo negro
muy popular en México), pero no lo empleamos. Ahora mismo estamos aprendiendo a
cocinar nuestras papas cubiertas con nuestra tierra como lo hacen ustedes con
la huatia. Esa es la magia de los viajes, nos permite redescubrir productos o
mirarlos de otra manera y reproducirlos con nuestro lenguaje. Mientras más
éxito tienes más te obligas a seguir aprendiendo, por eso nos hemos fijado como
objetivo que nuestros veranos sean de aprendizaje. Al final, la cocina une
pueblos y a través de ella las diferencias se diluyen”.
Hemos
avanzado los cuatro primeros platos de un menú de 22 tiempos. De vez en cuando
me pellizco para comprobar que no estoy soñando. Entonces sucede. Pitu sirve un
Jos.Prüm Kabinet 08 VDP Mosel para comer con la Contessa de espárragos blancos
y trufa y luego un Matassa 12 Vin du Pays des Cotês Catalanes para acompañar la
caballa con encurtidos y huevas de mújol. No solo siento que la tormenta se
ubica bajo la mesa sino que toda la lluvia de Gerona se me está saliendo por
los ojos.
El
terremoto continúa a lo largo de la jornada mientras se suceden platos y copas
de personalidad definida y ejecución magnífica. En la cava hay 1600 variedades
y más de cuarenta mil botellas elegidas con criterio de autosostenibilidad, a
juego con la cocina que proponen. “Soy un camarero de vinos”, dice Pitu con
cierta complicidad sin dejar de sonreír.
Son platos
de esencia popular catalana, los que se comen en las casas desde siempre. ¿Es
que ya no hay recetas escondidas en las libretas de la abuela? “Creo que eso no
pasa aquí porque hubo un trabajo previo muy importante, dice Joan. Si la cocina
catalana, vasca, española en general ha trascendido es porque los cocineros
hemos mirado hacia atrás para buscar el valor de nuestra tradición, de nuestra
cocina de casa y la hemos puesto al nivel de la alta cocina. Los cocineros no
podemos permitir que se pierdan recetas, tenemos que ponerlas en valor,
contarla a la prensa, difundir esa historia, porque forma parte de una cultura
de la que somos embajadores. Y no solo de nuestra cocina sino de todas las
otras que nos fascinan y cuyas técnicas, recetas y productos difundimos”.
El Celler solo pone dos menús de degustación: uno de clásicos y otro de novedades. ¿Es un acto de egoísmo del cocinero el imponer un menú de degustación? “Nosotros lo hemos discutido mucho en El Celler. Por un lado podemos decir que si vienes a mi casa yo te cuento la historia a mi manera. Pero por otro la gente que viene aquí espera once meses (las reservas se abren una vez al año, el 1 de julio, son 12 mesas para 45 personas) y cuando llega quiere probarlo todo, que le cuentes todo, tener una experiencia gastronómica completa. Entonces no tiene sentido esperar once meses para comer un solo plato. Entiendo que no es la norma, ojalá todos los restaurantes tuvieran el momento maravilloso que hoy vivimos nosotros”.
La mirada de los Roca es tan diáfana y transparente que se les puede mirar el corazón. A fin de cuentas solo son tres chicos de un barrio obrero que siguen haciendo lo que sus padres y abuelos hicieron toda la vida, como cocinar todos los 15 de mayo para la fiesta del anciano o participar activamente en el Banco de la Alimentación, institución que recolecta alimentos para entregarlos a familias que pasan hambre. Esa naturalidad y sencillez hace que la gente los sienta cercanos, iguales, como si todo el pueblo hubiera ganado el billete de la lotería.
Desde mi
ubicación privilegiada veo el trajín eficiente de los camareros y el trabajo
prolijo y confiado de los cocineros. Mi propio carrusel de emociones desentona
con la armonía del entorno. Ya pasaron unas increíbles gambas con el mar entero
adentro, una cigala que parece un barco de vela y una raya confitada con aceite
de mostaza. Encuentro sabores nuevos, diferentes (bergamota, avellana ahumada,
brotes, flores, hojas, frutas, algas, especies). También pasaron un Chablis 1er
Cru, un Beatum 10 de Cantabria y un Gratallops Alvaro Palacios 10 del Priorat y
siento que todo lo que quiero es quedarme a vivir en esa cocina.
El Celler solo pone dos menús de degustación: uno de clásicos y otro de novedades. ¿Es un acto de egoísmo del cocinero el imponer un menú de degustación? “Nosotros lo hemos discutido mucho en El Celler. Por un lado podemos decir que si vienes a mi casa yo te cuento la historia a mi manera. Pero por otro la gente que viene aquí espera once meses (las reservas se abren una vez al año, el 1 de julio, son 12 mesas para 45 personas) y cuando llega quiere probarlo todo, que le cuentes todo, tener una experiencia gastronómica completa. Entonces no tiene sentido esperar once meses para comer un solo plato. Entiendo que no es la norma, ojalá todos los restaurantes tuvieran el momento maravilloso que hoy vivimos nosotros”.
La mirada de los Roca es tan diáfana y transparente que se les puede mirar el corazón. A fin de cuentas solo son tres chicos de un barrio obrero que siguen haciendo lo que sus padres y abuelos hicieron toda la vida, como cocinar todos los 15 de mayo para la fiesta del anciano o participar activamente en el Banco de la Alimentación, institución que recolecta alimentos para entregarlos a familias que pasan hambre. Esa naturalidad y sencillez hace que la gente los sienta cercanos, iguales, como si todo el pueblo hubiera ganado el billete de la lotería.
“Ese orgullo regional es lo más bonito que nos pasa. Cuando recibimos la tercera estrella Michelin salimos en todos los telediarios y la gente del barrio vio a los tres hermanos Roca saltando como locos por cadena nacional. No sabía exactamente lo que pasaba, pero entendía que era algo importante. Entonces de manera espontánea se pusieron de acuerdo para venir a las 8 de la noche, pararse en la puerta y aplaudir. Solo eso. Tuvimos que llamar a la guardia urbana para organizar a toda la gente que durante un mes llenó la calle, la entrada y que no pedía nada, solo nos agradecía por poner a Gerona en el mapa, por dar un sentido de excelencia al turismo, por visibilizar a los pequeños productores que nos proveen de insumos fantásticos”. Cuando los eligieron como los mejores del mundo, ya el pueblo estaba tan entrenado que prescindieron de la guardia urbana.
En ese
momento la verdad se me revela con la fascinante lentitud de quien presencia un
amanecer en Tres Cruces. El secreto es estar aquí. Los tres. Siempre. Con
ética, hospitalidad, generosidad, sencillez, trabajo duro y cariño. “Somos
idealistas pero sobre todo pragmáticos. Para sostener el sueño gastronómico de
El Celler montamos un negocio de bodas y banquetes que mantenemos hasta hoy. También
tenemos una heladería en Barcelona que se va a franquiciar. No sucumbimos a la idea
de prestar nuestra imagen a un anuncio de algo en lo que no crees o no te
compete. Hemos rechazado las propuestas de abrir celleres en otras partes del mundo porque creemos en la parte
emocional, en poder mirar a los ojos del cliente cuando llega y cuando se va.
Poder contarles nuestra historia y hablarles de nuestra memoria, de nuestras
raíces y tratar de despertar en ellos ese momento mágico que se logra
reflexionando, compartiendo, conversando. Esa es la verdadera revolución de la
cocina. Antes fue la tecnología, ahora entramos a la revolución sensible o
emocional, seguimos dando importancia a la técnica y al producto pero el
enfoque se dirige a las personas. Preferimos cerrar el restaurante e irnos
todos a vivir la experiencia del aprendizaje que dejarlo funcionando a medias”.
El helado
de masa madre que se mueve como si tuviera vida propia, el milhojas de higos y
la Anarkia de chocolate es como digerir la filosofía Roca en celestiales
tabletas. El café Geisha de Panamá me confirma que estuve cuatro horas en el
Cielo.
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