La Nacional
lleva un subtítulo que dice Deli Peruano, 1821. La decoración combina páginas
de los diarios que se publicaron a mediados del siglo XIX con el dibujo de un
juguetón monociclo, convertido en el isotipo del restaurante.
Al momento
maneja dos cartas, una con una suerte de menú intercambiable donde el comensal
puede elegir un par de platos a un precio fijo, y otro que es más bien la
opción tradicional que va de entradas a postres pasando por platos de fondo con
precios variables.
Los platos
tienen sabores limpios y marcados: el pastel de choclo con hongos de Porcón y
queso cajamarquino es la estrella del local en cuanto a entradas, y de platos
de fondo los comensales se inclinan por los ñoquis de camote con pecanas y
salsa ligera de un intenso queso serrano. Me gustó la clásica burrata, es decir
un tomate de huerto con unas cuantas hojas de albahaca coronadas con una
generosa rebanada de mozzarella líquida que al hincarle el tenedor estalla como
lava de un volcán.
Otros
clásicos de la carta son el lomo saltado, el pollito al horno con aceite de
trufa, la chita a la sal con puré de poro, el cochinillo confitado y pastas
variadas. A la hora del postre elija el “perucho toast”, una tostadita de
chancay a la francesa con salsa de algarrobina o una tartita tibia (como un
volcán) con relleno de suspiro de limeña. Nada de complicaciones.
La vajilla
juega a tono con ese aire casual y travieso donde las estrellas son unas
ollitas enanas línea Le Creuset en las que se sirven las guarniciones. La presencia
en sala de Mari Heeren, esposa de Miguel, refuerza la sensación de familiaridad
que impregna el local.
Al corto
plazo pondrán un brunch y ampliarán los anaqueles para la venta de aceites de
oliva, pastas importadas y delicatesen. Si es friolento lleve abrigo porque el
aire acondicionado es bajo.
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