Esta es la única foto de Edmundo que encontré, esta es la carátula del libro, y este fue texto que leí:
Conocí a Edmundo en 1998 cuando ingresé a
Caretas, aunque ya entonces sabía que ahí trabajaba un poeta arequipeño medio
chiflado cuyas notas y semblanzas seguía semanalmente con devoción y escalofríos.
De veras lo admiraba. En una revista
donde había plumas talentosas y reconocidas, Edmundo llamaba la atención porque
escribía de manera diferente, con un vocabulario tan amplio como exacto y con
una construcción gramatical tan personal que reflejaba oficio, erudición,
cultura ecuménica y afilado sentido de humor.
Recuerdo con nitidez a Edmundo y Teresina
yendo y viniendo por el jirón Camaná, donde por entonces quedaba la revista. Los
dos caminaban tomados del brazo muy tiesos, muy dignos, muy solemnes. Parecía
una pareja sacada del cuadro del norteamericano Grant Wood de comienzos del
siglo pasado por la austeridad y gravedad que irradiaban.
Él alto, flaco con unos anteojos grandes de
montura negra y unos bigotes largos que el
escritor enrulaba distraídamente. Teresina con la sonrisa inalterable
prácticamente lo conducía a rastras al trabajo.
Edmundo era un personaje tan pintoresco
como excéntrico que calzaba bien con el espíritu iconoclasta de la revista.
Mostraba una dignidad provinciana casi quijotesca o para decirlo en palabras
del poeta Chanove “un mágico refinamiento de espíritu”. Nunca aguantó pulgas, y
a la vista de alguna injusticia, irrespeto o situación de inequidad erupcionaba
con la furia de los volcanes que tutelaron su infancia. Aunque siempre con
humor.
En una oportunidad, cuando escribía en la
sección Política de la revista, le tocó ir a la represa de Gallito Ciego para
entrevistar a Sandro Mariátegui. Encontró al senador dormitando en un rincón lo
que a Edmundo le pareció una falta de respeto. Entonces gritó: “Viva el sueño
del senador Mariátegui!”, antes de abandonar airado el local. Esa fue su última
comisión en la sección de Política.
Recaló entonces en Inactuales donde se
dedicó a escribir magistrales semblanzas de personas ignoradas como el sabio
arequipeño Pedro Paulet o mujeres relegadas como Mercedes Cabello, Laura Caller
o Clorinda Matto de Turner, en cuyo auditorio estamos hoy día. Para las chicas
de Flora Tristán era un héroe y lo condecoraron en más de una ocasión por
reivindicar la memoria y la obra de tan insignes mujeres.
Edmundo era un poeta que manejaba una
prosa elegante y cuidadosa. Recordando a Juan Gonzalo Rose escribió:
“Era de Tacna pero una tarde bebió vino tinto bajo uno de los puentes del
Sena y otro día descifró extraños signos náhuatl en el Zócalo de México. Se
empecinó por escribir poesía buena. Y tuvo la fortuna de morirse como nació:
dolorosamente. En Lima vivió la vida de todos. Por eso mismo era poeta, por no
parecerlo. Los críticos hoy dicen lo que siempre no saben decir. Desigual,
incompleto, disforme... callan un rato, luego pretenden asegurar que hay algo
rescatable. Pero así unánimes como son -¡críticos que no hay críticos!-,
quienes leen en los lirios del campo, aquellos que averiguan el acertijo de
siempre, que perjuran el canto de todos los gallos, quienes creen en la luz, y
en esa otra luz que es la justicia, todos coinciden -no lo expresan con
palabras porque no se puede simplemente- que su poesía es bella y verdadera”.
Díganme si no es de
una belleza sobrecogedora.
No voy a hablar de su
novela “Los juegos verdaderos”, pero sí quiero señalar que a pesar de haberla
leído hace treintaitantos años me sigue turbando la imagen de las ratas caminando
por el techo. Rulfo dijo de esa novela que iniciaba la literatura de la
revolución en Latinoamérica. Y Edmundo en un homenaje a Vargas Vicuña dijo lo
siguiente:
“Juan Rulfo, en México, escribió su obra completa en dos volúmenes a
propósito sucintos, a propósito no más que dos. Vargas Vicuña, en Lima, publicó
también a propósito dos únicos libros y con el mismo propósito de la brevedad.
Ellos eran compadres a propósito y sin ponerse de acuerdo entre ellos pero
proponiéndoselo cada quien por su cuenta trabajaron el lenguaje con extraña y
singular pulcritud. Con esa narrativa de palabras contadas para adentro que
tienen los poetas de por vida para la vida”.
Como dije, Edmundo era
un escritor que llevaba la poesía en las entrañas. Y claro, esa sensibilidad
extrema, ese sentir a caballo entre la realidad y la intuición, entre los
humores del alcohol y los sofocos de la creación lo hicieron vivir al límite.
Entre los mil
cachivaches y libros que repletaban su departamento, Edmundo guardaba una
calavera que decía pertenecer a un antepasado. Guardaba también la llave de la Catedral de
Arequipa, anécdota que Teresa Ruiz Rosas retrata de manera entrañable en su
libro “Nada que declarar” a través del personaje Rogelio La Mar, sosias de
Edmundo.
También por ahí
conservaba una chapela vasca que compró en Madrid luego de pelearse fieramente
con el dueño. Edmundo vio que la etiqueta de la boina estaba desvaída y comentó
con Teresina que le parecía usada. "¿Usada? Usted debe ser persa o marroquí",
dijo el dueño. “Soy del oro del Perú, con el que ustedes han construido todo
Madrid”, replicó airado. "Desagradecido, les hemos dado la religión….". Y el
raterío, interrumpió Edmundo mientras tiraba los billetes en la mesa y Teresina
lo sacaba apresuradamente de la tienda.
Así era Edmundo.
Excesivo y poseído por demonios que lo acosaban regularmente. No tenía físico
de peleador; sin embargo, en todas las fiestas del Cuento de las Mil Palabras
que Caretas organizaba en olor a multitud, Edmundo terminaba retando a duelo o
trompeándose como un caballero de las Cruzadas ora con Augusto Elmore, ora con
Antonio Cisneros o con el propio Zileri.
Quiero terminar esta
breve semblanza citando un párrafo que escribió Willy Niño de Guzmán a modo de
obituario y que me parece refleja de manera impecable el espíritu
atormentado e inflamado de nuestro querido escritor. Dice así:
“Una noche, harto de
tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y
arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la
novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba
la precariedad económica y el demonio de la dipsomanía.
Deténganse por un
instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: miles de
palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan
libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche. Solo
Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque
rebosante de una invencible, pura y loca belleza”.
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