Mientras en Europa las estrellas Michelin alumbran casi todo su territorio y las gotas de San Pellegrino salpican generosamente diversos puntos de esas tierras, en América Latina los reflectores apuntan casi exclusivamente a las capitales de los países que participan en los 50 Best Latam.
En Rioja, España, por ejemplo, se ubica el restaurante más pequeño del mundo con una estrella Michelin. Es el Venta de Moncalvillo, en Daroca, donde los comensales deben desplazarse varios kilómetros desde Madrid para probar la sazón de los hermanos Echapresto. Algo todavía impensable entre nosotros.
De los nueve países que han colocado sus restaurantes entre los 50 mejores de Latinoamérica, cinco de estos países están representados exclusivamente por comederos de la capital: Perú, Argentina, Chile, Bolivia y Venezuela; es decir: Lima, Buenos Aires, Santiago, La Paz y Caracas. Uruguay tiene los suyos en dos balnearios distantes a 40 kilómetros el uno del otro; Colombia puso uno en Bogotá y el otro en Chia a 10 kilómetros de la capital; el gigante Brasil aparece como el más diversificado: Sao Paulo, Rio y Belem, aunque vista su extensión la representación sigue siendo poco democrática. Finalmente, México, el anfitrión, cuyo gobierno hizo una generosa inversión en la promoción de su gastronomía que seguramente le cosechará grandes réditos en el corto plazo, tiene como abanderados al DF y a Toluca (a 72 km del Distrito Federal). Y esto que la gastronomía mexicana está reconocida por la Unesco desde el 2010 como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
En el caso peruano, solo Lima existe. ¿Por qué la estupenda cocina de La Nueva Palomino de Arequipa, por ejemplo, no es el mejor restaurante del Perú y debe contentarse con la subcategoría de ser el mejor de su región? ¿Por qué Fiesta de Chiclayo o cualquier otro restaurante de Cusco, Huancayo, Ayacucho o Iquitos no es el mejor del Perú?
Y aquí toco otro punto. La importancia del entorno, del terroir (como dicen los franceses) en la conformación del sabor y la identidad del lugar. Ya lo probó Noma de Dinamarca desarrollando el concepto kilómetro cero que replica en Gustu de La Paz; o el País Vasco con una representación excepcional de restaurantes consagrados y bendecidos por propios y extraños que acuden a comer a pueblitos de dos mil habitantes porque saben que encontrarán una cocina estacional, diversa e inconfundible.
Héctor Solís de Fiesta y La Picantería lo sabe bien. Por eso se da el trabajo de cocinar con productos de su tierra que le llegan diariamente a Lima. El ají limo, el limón, el culantro, los patos y el arroz son diferentes a los que se pueden conseguir en otro sitio, y en esta diferencia radica su frescura y originalidad.
Porque definitivamente no es igual comer un choclo de grano grande en Cusco o una papa recién cosechada en Huancavelica que hacerlo a mil kilómetros de distancia en otro clima, con otra agua, con otra manera de cocción, con otros aderezos, otra identidad.
No es problema exclusivamente nuestro, claro, es de América Latina, pero si estamos construyendo gastronomía, si nos sentimos los abanderados de la cocina del continente y si el gobierno a través de Promperú está obligado a meter su cuchara, debemos tener en cuenta que la enorme riqueza culinaria de nuestro país está en las regiones, esos ignorados territorios que todavía esconden tesoros del saber y del sabor.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario