Renzo Garibaldi trabajaba en
Costanera 700 fileteando pescado cuando se fue a La Mar de San Francisco para
seguir trabajando con especies marinas. Aunque había estudiado cocina, había
algo que no le terminaba de cuadrar en el oficio. Era un muchacho alto,
desgarbado, sin los bigotes poblados que luce hoy día y con un aire distraído
que lo acercaba a la seriedad.
Diariamente, en el recorrido de su
casa al trabajo, tenía que pasar por la carnicería Fleisher’s, del famoso
Joshua Applestone, y allí se detenía varias horas observando lo que nadie más
que él miraba: el arte del corte, la perfección de un filete, la textura del
cuadril, la anatomía de unas costillas, la proyección de los músculos vacunos.
Tal fue su interés que terminó mudándose
a Nueva York para trabajar en la granja de Joshua. Pasó un año aprendiendo y
asimilando el mundo cárnico, experimentando con todos los cortes que podía y
descubriendo con placer una vocación hasta entonces oculta. Luego de trabajar
en dos carnicerías más, lió bártulos y se fue a Gascogne, un pueblito en el
suroeste de Francia donde aprendió el arte de la salumería, es decir, la
ciencia de los embutidos, patés, tocinos, salchichas y derivados.
No pasaría mucho tiempo antes de que
los esposos Garibaldi decidieran regresar al Perú para instalar una carnicería.
Compraron modernas máquinas para empacar al vacío, cámaras de sello italiano y
español para el proceso de añejamiento, armaron una parrilla y un ahumador
alimentado solo con troncos de árbol de manzano, e instalaron una enorme mesa de
madera de arce que Renzo cepilla cada día después de la jornada para mantenerla
impoluta.
Además, tiene una cámara de frío (un
cuarto helado, en verdad) donde cuelgan reses y cerdos que irán deshidratándose
naturalmente al tiempo que los músculos se estiran y se inicia el proceso de
ablandar la carne. Para entonces, mimetizado con su nuevo oficio, Renzo se aprovisionó
de innumerables camisas a cuadros (“hasta las del terno son así”, dice), se ciñó
al cinto una cartuchera de cuero de donde penden media docena de cuchillos de
filo perturbador y se dedicó al noble oficio de carnicero a tiempo completo.
Osso (‘hueso’ en italiano) se llama
el nuevo emprendimiento que aún no abre oficialmente, pero los parroquianos de
La Molina hace un mes lo trajinan de ida y vuelta. Osso será vecino de Eggo, la
panadería-cafetería de Renato Peralta que verá la luz a fin de mes. Juntos
amenazan crear la cuadra más concurrida del vecindario porque manejan un
concepto de servicio poco frecuente en Lima donde habrá desayunos, lonchecitos
y parrillas. Poco a poco.
Para Renzo el término “trazabilidad”
es inherente a su forma de trabajar. Esto es, mantener estándares
internacionales a través de una cadena productiva donde los procesos y pasos
permiten tener el control del producto.
Eligió a ganadería Acuario de
Fernando Paredes para comprar reses y a la granja Huarango, de Gustavo Robinson
y Juan José Suárez, para proveerse de chanchos. Las reses pesan 450 kilos en
promedio y los chanchos llegan a cien. No usan ningún animales de leche ni
terneros, porque hacen honor a su lema de sostenibilidad. Sus proveedores van a
la carnicería para ver cómo trabaja sus productos y se han convertido en
clientes cotidianos; del mismo modo, Renzo y su equipo visitan regularmente las
chacras, establos y granjas para corroborar el tipo de alimentación que reciben
los animales y la manera de criarlos. “Nada de hormonas, nada de transgénicos”,
reitera el carnicero.
En Osso se emplea 80% de carne
nacional, en menor escala ofrecen Angus y un tipo de Waygu. Toda carne que
llega a la carnicería se añeja mínimo 21 días y un máximo de 40, aunque ahora
tiene una nueva cámara de añejamiento que le permite reducir el tiempo a una
semana. “Sin embargo, a la carne nacional nosotros le damos el doble de tiempo:
15 días”. Hay razones para extenderse. Nuestra carne es dura por raza,
alimentación y maduración. Aquí se beneficia y al día siguiente se consume.
“Hay que esperar un tiempo para que la carne se suavice y libere la mioglobina,
una especie de agua rosada que debe eliminarse totalmente antes de despiezarla.
Un problema endémico debe enfrentar
el carnicero: nuestro pobre consumo de cerdo, que está en el nivel más bajo de
la tabla si nos comparamos con nuestros pares latinoamericanos. “Aquí se sigue
pensando en la triquinosis y en que los chanchos se crían en los basurales.
Nada que ver. La crianza porcina tiene estándares internacionales de sanidad y
está certificada”.
En Osso nada se desperdicia. Con las
carcasas, cabezas, rabos y esqueleto se hacen sabrosos y espesos fondos.
También hay fondos de pato (para preparar un seco), pero eso obedece a un
engreimiento del carnicero guiado por su gusto a las rilletes (paté suave hecho
con carne deshilachada) que aprendió en Gascogne, y que se inscriben en la
línea de patés rústicos y plenos de sabor que abundan en Francia.
Hoy, la oferta de carnes es variada,
tentadora y de óptima calidad. En la semana ofrece los cortes clásicos (para
hamburguesas, lomo saltado, guisos, asado, bisté, asado de tira, ossobuco,
chuletas) y los fines de semana repleta los anaqueles con cortes para parrilla
o especiales, amén de embutidos variados (con rocoto, mermelada de ají limo,
huacatay, agridulce, con cerveza). Nada queda a la hora del cierre. Encuentra
además salsas envasadas (las bbq picante es extraordinaria), pernil listo para
servir, tocino curado en sal de Maras ciento por ciento artesanal y varios piqueos
de ese estilo.
Osso es un sitio agradable y bien
puesto, con una pulcritud reñida con la idea tradicional de carnicería, un
lugar donde bien se puede comer una hamburguesa (jugosa, tan roja que parece un
tartar) o una parrilla sin siquiera sentirse perturbado por los olores, una
tienda de barrio donde todos se conocen y finalmente todos recalan.
Queda en Tahití 175, La Molina.
Teléfono: 3681046. Contactos en: info@osso.pe
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