8.10.2015

LOS JUEGOS VERDADEROS

En la Feria Internacional del Libro de Lima, 2015, tuve el honor de compartir mesa con el escritor Jerónimo Pimentel y José Córdova, gerente de editorial Cascahuesos, para presentar la reedición de un libro de culto del desaparecido escritor arequipeño Edmundo de los Ríos.

Esta es la única foto de Edmundo que encontré, esta es la carátula del libro, y este fue texto que leí:





Conocí a Edmundo en 1998 cuando ingresé a Caretas, aunque ya entonces sabía que ahí trabajaba un poeta arequipeño medio chiflado cuyas notas y semblanzas seguía semanalmente con devoción y escalofríos.

De veras lo admiraba. En una revista donde había plumas talentosas y reconocidas, Edmundo llamaba la atención porque escribía de manera diferente, con un vocabulario tan amplio como exacto y con una construcción gramatical tan personal que reflejaba oficio, erudición, cultura ecuménica y afilado sentido de humor.

Recuerdo con nitidez a Edmundo y Teresina yendo y viniendo por el jirón Camaná, donde por entonces quedaba la revista. Los dos caminaban tomados del brazo muy tiesos, muy dignos, muy solemnes. Parecía una pareja sacada del cuadro del norteamericano Grant Wood de comienzos del siglo pasado por la austeridad y gravedad que irradiaban.

Él alto, flaco con unos anteojos grandes de montura negra y unos bigotes largos que el escritor enrulaba distraídamente. Teresina con la sonrisa inalterable prácticamente lo conducía a rastras al trabajo.

Edmundo era un personaje tan pintoresco como excéntrico que calzaba bien con el espíritu iconoclasta de la revista. Mostraba una dignidad provinciana casi quijotesca o para decirlo en palabras del poeta Chanove “un mágico refinamiento de espíritu”. Nunca aguantó pulgas, y a la vista de alguna injusticia, irrespeto o situación de inequidad erupcionaba con la furia de los volcanes que tutelaron su infancia. Aunque siempre con humor.

En una oportunidad, cuando escribía en la sección Política de la revista, le tocó ir a la represa de Gallito Ciego para entrevistar a Sandro Mariátegui. Encontró al senador dormitando en un rincón lo que a Edmundo le pareció una falta de respeto. Entonces gritó: “Viva el sueño del senador Mariátegui!”, antes de abandonar airado el local. Esa fue su última comisión en la sección de Política.

Recaló entonces en Inactuales donde se dedicó a escribir magistrales semblanzas de personas ignoradas como el sabio arequipeño Pedro Paulet o mujeres relegadas como Mercedes Cabello, Laura Caller o Clorinda Matto de Turner, en cuyo auditorio estamos hoy día. Para las chicas de Flora Tristán era un héroe y lo condecoraron en más de una ocasión por reivindicar la memoria y la obra de tan insignes mujeres.

Edmundo era un poeta que manejaba una prosa elegante y cuidadosa. Recordando a Juan Gonzalo Rose escribió:

“Era de Tacna pero una tarde bebió vino tinto bajo uno de los puentes del Sena y otro día descifró extraños signos náhuatl en el Zócalo de México. Se empecinó por escribir poesía buena. Y tuvo la fortuna de morirse como nació: dolorosamente. En Lima vivió la vida de todos. Por eso mismo era poeta, por no parecerlo. Los críticos hoy dicen lo que siempre no saben decir. Desigual, incompleto, disforme... callan un rato, luego pretenden asegurar que hay algo rescatable. Pero así unánimes como son -¡críticos que no hay críticos!-, quienes leen en los lirios del campo, aquellos que averiguan el acertijo de siempre, que perjuran el canto de todos los gallos, quienes creen en la luz, y en esa otra luz que es la justicia, todos coinciden -no lo expresan con palabras porque no se puede simplemente- que su poesía es bella y verdadera”.

Díganme si no es de una belleza sobrecogedora. 

No voy a hablar de su novela “Los juegos verdaderos”, pero sí quiero señalar que a pesar de haberla leído hace treintaitantos años me sigue turbando la imagen de las ratas caminando por el techo. Rulfo dijo de esa novela que iniciaba la literatura de la revolución en Latinoamérica. Y Edmundo en un homenaje a Vargas Vicuña dijo lo siguiente:

“Juan Rulfo, en México, escribió su obra completa en dos volúmenes a propósito sucintos, a propósito no más que dos. Vargas Vicuña, en Lima, publicó también a propósito dos únicos libros y con el mismo propósito de la brevedad. Ellos eran compadres a propósito y sin ponerse de acuerdo entre ellos pero proponiéndoselo cada quien por su cuenta trabajaron el lenguaje con extraña y singular pulcritud. Con esa narrativa de palabras contadas para adentro que tienen los poetas de por vida para la vida”.

Como dije, Edmundo era un escritor que llevaba la poesía en las entrañas. Y claro, esa sensibilidad extrema, ese sentir a caballo entre la realidad y la intuición, entre los humores del alcohol y los sofocos de la creación lo hicieron vivir al límite.

Entre los mil cachivaches y libros que repletaban su departamento, Edmundo guardaba una calavera que decía pertenecer a un antepasado. Guardaba también la llave de la Catedral de Arequipa, anécdota que Teresa Ruiz Rosas retrata de manera entrañable en su libro “Nada que declarar” a través del personaje Rogelio La Mar, sosias de Edmundo.

También por ahí conservaba una chapela vasca que compró en Madrid luego de pelearse fieramente con el dueño. Edmundo vio que la etiqueta de la boina estaba desvaída y comentó con Teresina que le parecía usada. "¿Usada? Usted debe ser persa o marroquí", dijo el dueño. “Soy del oro del Perú, con el que ustedes han construido todo Madrid”, replicó airado. "Desagradecido, les hemos dado la religión….". Y el raterío, interrumpió Edmundo mientras tiraba los billetes en la mesa y Teresina lo sacaba apresuradamente de la tienda.

Así era Edmundo. Excesivo y poseído por demonios que lo acosaban regularmente. No tenía físico de peleador; sin embargo, en todas las fiestas del Cuento de las Mil Palabras que Caretas organizaba en olor a multitud, Edmundo terminaba retando a duelo o trompeándose como un caballero de las Cruzadas ora con Augusto Elmore, ora con Antonio Cisneros o con el propio Zileri.

Quiero terminar esta breve semblanza citando un párrafo que escribió Willy Niño de Guzmán a modo de obituario y que me parece refleja de manera impecable el espíritu atormentado e inflamado de nuestro querido escritor. Dice así:

“Una noche, harto de tantos naufragios y reveses, subió al último piso del edificio donde vivía y arrojó al viento los cientos de papeles que conformaban el único ejemplar de la novela que venía trabajando y con la que lidiaba obsesivamente, a la vez que enfrentaba la precariedad económica y el demonio de la dipsomanía.
Deténganse por un instante, atribulado lector, en esa imagen de feroz incandescencia: miles de palabras convertidas de pronto en una bandada de cometas blancas que vuelan libremente hacia el infinito, en medio de la oscuridad de la noche. Solo Edmundo de los Ríos era capaz de inmolarse con un gesto tan desesperado, aunque rebosante de una invencible, pura y loca belleza”.





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