1.07.2017

LA REVOLUCIÓN DE LA COCINA

Linda Buck, citada en el libro El primer bocado de Bee Wilson, dice que los humanos somos capaces de distinguir cerca de diez mil olores distintos; si de la nariz pasamos a la boca el número de sabores que el cerebro puede crear se torna infinito. Es lo que se conoce como “neurogastronomía”, término que explica el sistema de sabores único de cada cerebro considerada una de las características de la identidad humana que nos distingue de otros mamíferos.

 La memoria es tan fuerte que la comida  se convirtió en un mecanismo de supervivencia para los soldados que padecían hambrunas e incertidumbre durante la segunda guerra mundial. “Un prisionero de guerra recordó que después de año y medio las conversaciones sobre comida sustituyeron completamente a las ensoñaciones sobre mujeres”, cita Wilson.


Esto quiere decir que la memoria gustativa queda grabada para siempre en el cerebro, con gustos y fobias, apetencias y desagrados. Lo que una persona recuerda son los sabores de su infancia y si esta fue pródiga en comida chatarra, azúcares o dulces al adulto le será difícil renunciar a estos alimentos porque “es como perder su propia infancia”. 

De lo dicho se desprende la importancia de educar el gusto en los niños y sensibilizarlo sobre todo lo concerniente a la alimentación, desde el cuidado del medio ambiente hasta la promoción del reciclaje natural, pasando por la agricultura y el origen de los productos con la finalidad de convertirlos en consumidores responsables.

Esto es lo que hace la cocinera, filósofa e investigadora gastronómica Karissa Becerra a través de La Revolución, organización sin fines de lucro que organiza talleres y otras actividades para financiar proyectos de alimentación saludable para familias en situación de vulnerabilidad. En el verano La Revolución abrirá una serie de talleres para niños entre 2 y 10 años con los que pondrá en práctica los temas: “La revolución de la cocina y la huerta”, “Ciencia en la cocina y en la huerta de la Revolución” y “La Revolución de la cocina y la huerta”.

Hace algunos años, el cocinero Héctor Solís preguntó a los alumnos lambayecanos de gastronomía cuántos tipos de ajíes conocían; los chicos no superaron las cinco variedades, en una región que es pródiga en capsicum de picores diversos. En el otro lado del mundo, el archiconocido cocinero inglés Jamie Oliver alertó sobre el hecho que los niños no sabían reconocer visualmente muchas verduras crudas, entre ellas las papas, la coliflor, el tomate o la betarraga.

Conocer los productos que comemos hace que tengamos una relación natural y positiva con la comida y la alimentación. A la larga una dieta saludable frena la obesidad infantil y sus terribles consecuencias. Si nuestras preferencias alimenticias son saludables, la nutrición será sana. Dejemos que nuestros hijos nos eduquen a nosotros. Comer es placentero pero aprender a comer es una responsabilidad.



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