Linda Buck,
citada en el libro El primer bocado
de Bee Wilson, dice que los humanos somos capaces de distinguir cerca de diez
mil olores distintos; si de la nariz pasamos a la boca el número de sabores que
el cerebro puede crear se torna infinito. Es lo que se conoce como
“neurogastronomía”, término que explica el sistema de sabores único de cada
cerebro considerada una de las características de la identidad humana que nos
distingue de otros mamíferos.
La memoria es tan fuerte que la comida se convirtió en un mecanismo de supervivencia para los soldados que padecían hambrunas e incertidumbre durante la segunda guerra mundial. “Un prisionero de guerra recordó que después de año y medio las conversaciones sobre comida sustituyeron completamente a las ensoñaciones sobre mujeres”, cita Wilson.
La memoria es tan fuerte que la comida se convirtió en un mecanismo de supervivencia para los soldados que padecían hambrunas e incertidumbre durante la segunda guerra mundial. “Un prisionero de guerra recordó que después de año y medio las conversaciones sobre comida sustituyeron completamente a las ensoñaciones sobre mujeres”, cita Wilson.
Esto quiere decir que la memoria gustativa queda grabada para siempre en el cerebro, con gustos y fobias, apetencias y desagrados. Lo que una persona recuerda son los sabores de su infancia y si esta fue pródiga en comida chatarra, azúcares o dulces al adulto le será difícil renunciar a estos alimentos porque “es como perder su propia infancia”.
De lo dicho
se desprende la importancia de educar el gusto en los niños y sensibilizarlo
sobre todo lo concerniente a la alimentación, desde el cuidado del medio
ambiente hasta la promoción del reciclaje natural, pasando por la agricultura y
el origen de los productos con la finalidad de convertirlos en consumidores
responsables.
Esto es lo
que hace la cocinera, filósofa e investigadora gastronómica Karissa Becerra a
través de La Revolución, organización sin fines de lucro que organiza talleres
y otras actividades para financiar proyectos de alimentación saludable para
familias en situación de vulnerabilidad. En el verano La Revolución abrirá una
serie de talleres para niños entre 2 y 10 años con los que pondrá en práctica
los temas: “La revolución de la cocina y la huerta”, “Ciencia en la cocina y en
la huerta de la Revolución” y “La Revolución de la cocina y la huerta”.
Hace algunos
años, el cocinero Héctor Solís preguntó a los alumnos lambayecanos de
gastronomía cuántos tipos de ajíes conocían; los chicos no superaron las cinco
variedades, en una región que es pródiga en capsicum
de picores diversos. En el otro lado del mundo, el archiconocido cocinero
inglés Jamie Oliver alertó sobre el hecho que los niños no sabían reconocer
visualmente muchas verduras crudas, entre ellas las papas, la coliflor, el
tomate o la betarraga.
Conocer los
productos que comemos hace que tengamos una relación natural y positiva con la
comida y la alimentación. A la larga una dieta saludable frena la obesidad
infantil y sus terribles consecuencias. Si nuestras preferencias alimenticias
son saludables, la nutrición será sana. Dejemos que nuestros hijos nos eduquen
a nosotros. Comer es placentero pero aprender a comer es una responsabilidad.
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