7.23.2012

EL AJÍ NUESTRO DE CADA DÍA


Artículo publicado en la Guía de Restaurantes 2012 de la revista ETIQUETA NEGRA

Alguna vez se preguntó a un público variopinto ¾entre conocedores, curiosos, espontáneos y académicos¾ cual es el plato que mejor representa al Perú. Las respuestas se inclinaron por el cebiche, el lomo saltado, la ocopa, los anticuchos y el pollo a la brasa. Todos estos platos emblemáticos (así como la gran mayoría del recetario nacional) llevan ají como ingrediente básico e insustituible. Es decir, este díscolo y polifacético ingrediente tiene el ADN del Perú impregnado en sus semillas.

Por algo ha sido cantado, recitado y loado en diferentes momentos por cronistas, escritores, poetas, compositores y refraneros de variada laya. Una deliciosa muestra se encuentra en “De cocina peruana. Exhortaciones” de Adán Felipe Mejía (1896-1948) más conocido como ‘El Corregidor’ quien en el acápite dedicado a los ajíes dice los siguiente:

“Teníamos ají de todas índoles.
De todos los matices.
¡Policromía del ají!
Fresco. Seco. Reseco.
¡Mirasolado!
De todos los picores…
Agresivos, tremendos.
Semiviolentos.
Coléricos.
Irónicos.
Satíricos.
Mordaces.
Morigerados.
Tiernos, hipocritones.
Dulces… ¡Mendaces!
¡Y de todas las formas!
¡Y de todo tamaño!

UN POCO DE HISTORIA

¿Desde cuando se consume ají en nuestro país? Probablemente desde la noche de los tiempos, cuando el primer habitante de estas tierras descubrió el fruto e inició un ardiente romance que continúa inalterable hasta hoy.

Los testimonios arqueológicos más antiguos datan ocho mil años antes de la era cristiana, y se ubican en la cueva Guitarrero en Yungay, Ancash donde se encontraron rastros de este ingrediente, como también se hallaron semillas de ají en el complejo arqueológico Huaca Prieta (2500 a.C.), es decir, antes de que los peruanos empezaran a usar la cerámica. Si uno observa el famoso Obelisco Tello perteneciente a la cultura Chavín (3000 a.C.) verá una representación gráfica de un racimo de ajíes y una flor. Esta imagen temprana se verá luego multiplicada en vasijas, huacos, mantos y textiles de culturas posteriores.

Valga una digresión para comentar que gracias a la colaboración de la empresa privada en proyectos arqueológicos vinculados a la gastronomía, actualmente se están sembrando milenarias semillas de ají mochero encontradas en las huacas para rescatar el sabor auténtico de este ají ¾pervertido con el correr de los años por la inopia, la ignorancia o una burda visión mercantil¾ y desarrollar la línea de Denominaciones de Origen que merece nuestra inigualable despensa. “Nuestros ajíes deben ser un instrumento para reforzar la relación entre gastronomía y biodiversidad que está en manos de más de tres millones de pequeños agricultores, esencialmente pobres, que producen cerca del 70% de los alimentos que consumimos”, dice el ingeniero Roberto Ugás, investigador de la Universidad Agraria La Molina.

Volvamos a nuestra historia. Según el doctor Carlos Elera Arévalo, director del Museo Sicán y flamante director de la Unidad Ejecutora Naylamp 111, el consumo de ajíes en el antiguo Perú fue rutinaria entre los pobladores del litoral. En sus investigaciones arqueológicas encontró que los hábitos alimenticios de los descendientes muchik, distribuidos en los pueblos de Lambayeque, Jequetepeque, Chicama, Moche y Virú, incluyeron el consumo de crustáceos con tanta frecuencia como el de ají y sal. Esta teoría está avalada por el hallazgo de chacras hundidas con cultivos de ají mochero pertenecientes a la cultural salinar (400 a.C. -100 a.C.) plantaciones que alternaban con otros alimentos tradicionales como los zapallos, los frejoles y los maíces. (“Ajíes peruanos, sazón para el mundo”, Apega, 2010).

En el sur del país, los ajíes y rocotos fueron descritos tempranamente por cronistas como el Padre Acosta quien habla “de la natural especería que dio Dios a las Indias de Occidente (…) que en Castilla llaman pimienta de las Indias, en Indias por vocablo general tomado de la primera tierra que conquistaron nombran ají, en lengua del Cuzco se dice uchu, y en México chili”.

Todas las evidencias apuntan a sentar el acta de nacimiento del ají en la zona altiplánica que comparten Perú y Bolivia. “Ni los mejicanos respaldados por un ejército de ‘chiles’ discuten esa verdad”, escribió con delicioso humor el científico Fernando Cabieses en el libro “Antropología del ají”.

Dice que el género capsicum, al que corresponden todos los ajíes del planeta, se originó hace veinte mil años. Existen alrededor de treinta especies diferentes, pero solo cinco de ellas han sido domesticadas, las demás son silvestres y todas vienen de Bolivia.

Probablemente fueron los pajaritos los que se encargaron de trasladar las semillas desde los Andes hasta México, desperdigándolas en el camino por diferentes suelos con climas y ambientes distintos que por supuesto dieron origen a variedades impensadas gracias a las manos de los agricultores de entonces. El ají fue una de las primeras plantas domesticadas en América del Sur.

La hipótesis de los pájaros mensajeros no es descabellada si tenemos en cuenta que las aves son incapaces de sentir el picor del ají. Además, anota Cabieses, las aves digieren bien la fruta pero la semilla del ají tiene una cobertura refractaria a los jugos digestivos de las aves, por lo que esas semillas no pueden ser procesadas, ni digeridas, ni destruidas. Se expulsan tal cual luego de varias horas de vuelo. Fue así como las aves sembraron ajíes desde la cuenca del Amazonas a la del Orinoco y el Río de la Plata, incluyendo México y el Caribe.

Tan importante fue el ají entre los primeros peruanos que su existencia se registra en la leyenda fundacional de los Hermanos Ayar. Relata el mito que Ayar Manco, Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca acompañados de sus cuatro hermanas salieron de la cueva de Pacaritambo para buscar una tierra fértil donde fundar el imperio, que finalmente hallaron en el Cuzco. Cachi significa ‘sal’ y Uchu ‘ají’ y este hermanamiento entre el mundo vegetal y mineral también demuestra el sentido de complementariedad de ambos elementos en el mundo andino. Se sabe que los Incas rompían el ayuno ritual con un poco de ají otro de sal y un sorbo de chicha, y es muy probable que este fuera el primer bocado ofrecido por el Inca al conquistador Francisco Pizarro.

CONDIMENTO, CASTIGO, TRUEQUE Y MÁS

Los cronistas se encargaron de registrar el profuso uso de los ajíes en la cocina prehispánica. “Lo echan en todo lo que comen, sea guisado, sea cocido o asado, no lo han de comer sin él”, escribió Garcilaso de la Vega en Comentarios Reales de los Incas (1609). De otro lado, Miguel de Cúneo acompañante de Cristóbal Colón en sus viajes de descubrimiento en una carta fechada el 28 de octubre de 1495 refiere que “en aquellas islas hay plantas parecidas a las aulagas, que dan un fruto igual de largo que del canelo, llenas de pepitas picantes como la pimienta.  Estos caribes y los indios comen esos frutos como nosotros comemos manzanas”. De hecho, la cocina inca conoció y empleó distintas variedades de ajíes como el arnaucho, el rocoto, el ají montaña, el chinchuicho y otras especies que crecían en las montañas de Madre de Dios.

Se cree que durante la época incaica no existía el intercambio  de monedas como valor de trueque, aunque sí de mercancías de carácter utilitario a las que se asignaban un valor determinado de intercambio. Con estas mercancías se podía pagar trabajos, como el de chamanes, cargadores o guerreros, o comprar artículos diversos. El maestro Luis E. Valcárcel señaló que el manojo de ajíes secos o ranti servía como unidad de cambio.  “Era una forma de comercio más elaborada que el simple trueque de productos. El ají, junto con las hojas de coca, fue uno de los objetivos preferidos como moneda/mercancía”. (Ajíes peruanos, sazón para el mundo. Apega, 2010). Aunque parezca mentira, su uso como medio de trueque sobrevive todavía en algunas regiones serranas alejadas, constató el maestro Cabieses.

El versátil ají no solo sirvió para el placer de comer sino también como instrumento de tortura y suplicio, tal como relata la novela histórica Narración de una conquista (citada por el doctor Cabieses) sobre el tormento que Huáscar le hizo aplicar a Colla Túpac, uno de los albaceas de su padre, Huayna Cápac. Dice así:

“Unos pasos más allá, una hoguera vomitaba llamas y humo bajo un gran marco de madera del que colgaba una cuerda amenazante. Dos esbirros se acercaron a Colla Túpac, lo derribaron brutalmente y amarraron la cuerda a sus pies para después izarlo en el aire, cabeza abajo, balanceándolo como un convulso péndulo de carne que marcaba un ritmo horripilante sobre el humo enceguecedor… Este humo que ahora se espesaba y hervía en gruesos espirales amarillentos. Las llamabas había sido ahogadas por una gruesa capa de ají seco que el verdugo echó sobre el fuego… Balanceándose sobre el humo cáustico, Colla Túpac se retorcía y contorsionaba en una convulsión estrangulada por la tos y por el vómito, sofocándose entre las fieras nueves del vapor asesino, ahogándose, luchando por una bocanada de aire limpio, su voz agarrotada por silbidos rasposos, exprimidos de los pulmones incendiados y la lengua amoratada y negra, cubriéndose de un brutal flujo de gruesa espuma sanguinolenta. Y el cuerpo pronto inerte, meciéndose ahora en silencio”. ¿Más realismo? Imposible.

Esta crueldad no fue patrimonio de nuestro imperio. Grabados del Antiguo México muestran a un padre de familia castigando a su hijo haciéndolo inhalar el humo del chile.

Posteriormente, propiedades bastante menos desalmadas adornaron el ají a la luz de la ciencia y la medicina popular. Se le atribuye efectos estimulantes sobre el sistema digestivo, es eficiente para tratar picaduras de insectos, curar el “mal de altura” y aliviar el estreñimiento. Comido con moderación incita el deseo sexual, elimina las vinagreras y calma el dolor de muelas. Usado como cataplasma detiene el asma, la toz persistente y el catarro; molido es bueno para curar anginas; tostado detiene los mareos; y en polvo elimina los piojos. El listado expiatorio continúa: es diurético, funciona como abortivo, retarda la vejez, detiene la calvicie y sirve como anestésico local, entre otras virtudes.

Valga señalar en este punto que el vocablo ‘ají’ es de origen Caribe y proviene del lenguaje taino. Cuando los españoles llegaron a México se encontraron extensos sembríos de ají, que en lengua Nahuatl se llamaba ‘chili’. Nuestro nativo ‘uchu’ desapareció del lenguaje diario durante la Colonia, aunque quedó perennizado en un plato típicamente mestizo como el anticucho y en la uchucuta  que es como en Ayacucho denominan a la salsa de ají.

LA RUTA DEL AJÍ

Convenimos entonces que el ají salió del altiplano y se extendió hasta el golfo de México. Luego de las avecillas viajeras, otro viajero se encargó de expandirlas al mundo. Fue Cristóbal Colón quien en su primera aventura trasatlántica llenó sus bodegas de ají y las llevó a España en 1493. No andaba desencaminado el navegante ya que rápidamente entendió que usado en cantidades apropiadas el ají ayudaba a tolerar los alimentos apiñados y deteriorados durante el largo almacenamiento.

Apenas llegado a la península ibérica, el ají se extendió a Europa, los portugueses lo llevaron en sus expediciones por la costa africana, la India y el Medio Oriente y los turcos lo comercializaron en Constantinopla y los Balcanes La expansión fue tan vertiginosa que, en 1541, mientras Francisco Pizarro moría en Lima, en la India ya se cultivaban tres variedades de ají (la fuente sigue siendo la del inigualable maestro Cabieses). Señala además que nuestro ají fue bautizado como pimiento de Pernambuco, pimiento de la India o pimiento de Calcuta, según de donde llegara el comercio en esos frenéticos años en pos del descubrimiento de especies, tesoros y territorios.

No es exagerado afirmar que el ají es el condimento más generalizado en el mundo entero, aunque, ironías de la vida, dentro de los principales productores mundiales no figuraban hasta hace una década ni Perú ni Bolivia ¾padres de la criatura¾ sino China, India, México y Estados Unidos. Afortunadamente, apenas despuntado el nuevo siglo nuestras exportaciones de ají fresco mostraron tasas de crecimiento importante, tanto que en cinco años se incrementaron en 88% posicionándose el ají amarillo por su volumen (78%) como el producto bandera del Perú.

Según datos recogidos por Apega (Sociedad Peruana de Gastronomía), el gran mercado mayorista de La Parada recibe diariamente un promedio de 60 toneladas de ají amarillo procedentes de los valles de Huaral, Chancay, Huarmey y Cañete. Es decir, un millón y medio de ajíes amarillos cada día. Y en cuanto a exportaciones de ají, el año pasado cerró con más de US$ 100 millones de dólares a mercados exigentes como España y Estados Unidos. Además, una agroindustria paralela se desarrolla con brío a través de ajíes envasados, pastas de ají, salsas como la ocopa y la huancaína y alimentos procesados con sabor peruano.


SOMOS LO QUE COMEMOS
        
El ají pertenece a la familia de las solanáceas, plantas herbáceas y cosmopolitas que se encuentran esparcidas prácticamente por todo el mundo. En esta familia se encuentra la papa (solanum tuberosum), el tomate (solanum lycopersicum), la berenjena (solanum melongena) y los ajíes y pimientos (capsicum). Dentro del género de los capsicum, que es el que nos interesa en esta historia, hay especies cultivadas y otras silvestres, es decir, las que provienen de huertos caseros o se recolectan estacionalmente.

No existe aún un inventario de especies, confiesa el ingeniero Roberto Ugás, investigador y docente de la Universidad Nacional Agraria de La Molina, sin embargo tienen registradas “250 entradas al banco de germoplasma”, de las cuales el 30% son productos duplicados o llevan el mismo nombre siendo distinta variedad o siendo de la misma variedad tienen denominaciones distintas. En cualquier caso, el suelo, el clima, la altura y otras condiciones bioclimáticas condicionan las diferencias.

Gracias a investigaciones realizadas desde hace varias décadas  se logró determinar que hay cinco especies cultivadas de capsicum, y las cinco se encuentran en el Perú: capsicum pubescens (rocoto), capsicum frutescens (pipí de mono, charapita, arnaucho), capsicum baccatum (el más conocido en el Perú, a esta especie pertenecen el ají mirasol, el escabeche, pacae, cacho de cabra, ayucllo), capsicum chinense (panca, colorado, mochero, ají dulce, limo) y capsicum annuum (cerezo). A esta última especie, por ejemplo, pertenece la gran mayoría de ajíes mexicanos quienes gracias al trabajo y sapiencia de sus pobladores lo domesticaron, cruzaron, entrecruzaron y consiguieron una admirable variedad de ajíes que forman parte de su vasta cocina y su bien cimentado orgullo gastronómico.

A estas alturas de la historia no cabe ninguna duda que somos la civilización de la papa tanto como la del ají. Nuestra cocina clásica incluye rubros genéricos como “picantes” o “ajiacos”, amén de salsas imprescindibles que combinan productos varios pero siempre con la presencia recurrente del ají que es finalmente el ingrediente que le da carácter y personalidad.

Es inconcebible la elaboración de buena parte del recetario nacional sin la base de un aderezo que parte de una pasta o puré de ají ¾seco, fresco o rehidratado¾ y mezcla dos o más variedades de ají que aportarán, según el plato, aroma, color o textura. Aderezo que se repite a lo largo y ancho del país sin más cambios que los que genera el particular sabor de los productos de la zona.

El primer recetario de cocina publicado en el Perú en 1867 vio la luz en Arequipa, en la imprenta de Francisco Ibáñez y se llamó La mesa peruana o sea el libro de las familias. Allí se registra la manera de preparar una salsa de ají, receta que permanece prácticamente inalterable hasta nuestros días. Dice: “Se toman seis u ocho pimientos secos (ají colorado), se bota la simiente y se tuestan en ceniza caliente. Hecho esto, se sacude, se pone en el batán con una cebolla asada, una papa cocida y sal. Se muele bien y puesto en el plato se sazona con una cucharada de aceite”. Cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia.

“La cocina arequipeña emplea con profusión esa paleta de aderezo básico de raíz nativa (pasta de ají) y complemento hispano (el sofrito de ajos y cebollas en que debe cortar o agarrar el punto), pero utiliza también una variante fría del preparado para la elaboración de uno de sus principales aportes: la ocopa.”, señala el poeta Alonso Ruiz Rosas, autor del monumental libro La gran cocina mestiza de Arequipa.

Amamos el ají y gracias a este incandescente enamoramiento que no muestra visos de cansancio, las picanterías y comederos populares, verdaderos templos de las tradiciones mestizas, rinden tributo, día a día, plato a plato a este invencible producto que fogoso y enardecido sigue provocando suspiros, lágrimas, comezones y apetencias. Los peruanos nostálgicos lo llevan de contrabando en la maleta o lo buscan en los mercados étnicos, mientras los migrantes regresan a sus pueblos en busca del sabor particular del aderezo que les formó el paladar en la infancia. Sin ají no hay ni sabor ni alegría. Lo más probable es que luego del primer bocado los picores queden relegados o subordinados porque como bien apunta el refrán “sarna con gusto no pica”.





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