Artículo publicado en la Guía de Restaurantes 2012 de la revista ETIQUETA NEGRA
Alguna
vez se preguntó a un público variopinto ¾entre conocedores,
curiosos, espontáneos y académicos¾ cual es el plato que mejor
representa al Perú. Las respuestas se inclinaron por el cebiche, el lomo
saltado, la ocopa, los anticuchos y el pollo a la brasa. Todos estos platos
emblemáticos (así como la gran mayoría del recetario nacional) llevan ají como
ingrediente básico e insustituible. Es decir, este díscolo y polifacético
ingrediente tiene el ADN del Perú impregnado en sus semillas.
Por
algo ha sido cantado, recitado y loado en diferentes momentos por cronistas,
escritores, poetas, compositores y refraneros de variada laya. Una deliciosa
muestra se encuentra en “De cocina peruana. Exhortaciones” de Adán Felipe Mejía
(1896-1948)
más conocido como ‘El Corregidor’ quien en el acápite dedicado a los ajíes dice
los siguiente:
“Teníamos
ají de todas índoles.
De
todos los matices.
¡Policromía
del ají!
Fresco.
Seco. Reseco.
¡Mirasolado!
De
todos los picores…
Agresivos,
tremendos.
Semiviolentos.
Coléricos.
Irónicos.
Satíricos.
Mordaces.
Morigerados.
Tiernos,
hipocritones.
Dulces…
¡Mendaces!
¡Y
de todas las formas!
¡Y
de todo tamaño!
UN POCO DE HISTORIA
¿Desde
cuando se consume ají en nuestro país? Probablemente desde la noche de los
tiempos, cuando el primer habitante de estas tierras descubrió el fruto e
inició un ardiente romance que continúa inalterable hasta hoy.
Los
testimonios arqueológicos más antiguos datan ocho mil años antes de la era
cristiana, y se ubican en la cueva Guitarrero en Yungay, Ancash donde se
encontraron rastros de este ingrediente, como también se hallaron semillas de
ají en el complejo arqueológico Huaca Prieta (2500 a.C.), es decir, antes de
que los peruanos empezaran a usar la cerámica. Si uno observa el famoso
Obelisco Tello perteneciente a la cultura Chavín (3000 a.C.) verá una
representación gráfica de un racimo de ajíes y una flor. Esta imagen temprana
se verá luego multiplicada en vasijas, huacos, mantos y textiles de culturas
posteriores.
Valga
una digresión para comentar que gracias a la colaboración de la empresa privada
en proyectos arqueológicos vinculados a la gastronomía, actualmente se están
sembrando milenarias semillas de ají mochero encontradas en las huacas para
rescatar el sabor auténtico de este ají ¾pervertido con el correr
de los años por la inopia, la ignorancia o una burda visión mercantil¾ y desarrollar la línea de
Denominaciones de Origen que merece nuestra inigualable despensa. “Nuestros
ajíes deben ser un instrumento para reforzar la relación entre gastronomía y
biodiversidad que está en manos de más de tres millones de pequeños agricultores,
esencialmente pobres, que producen cerca del 70% de los alimentos que
consumimos”, dice el ingeniero Roberto Ugás, investigador de la Universidad
Agraria La Molina.
Volvamos
a nuestra historia. Según el doctor Carlos Elera Arévalo, director del Museo
Sicán y flamante director de la Unidad Ejecutora Naylamp 111, el consumo de
ajíes en el antiguo Perú fue rutinaria entre los pobladores del litoral. En sus
investigaciones arqueológicas encontró que los hábitos alimenticios de los
descendientes muchik, distribuidos en
los pueblos de Lambayeque, Jequetepeque, Chicama, Moche y Virú, incluyeron el
consumo de crustáceos con tanta frecuencia como el de ají y sal. Esta teoría
está avalada por el hallazgo de chacras hundidas con cultivos de ají mochero pertenecientes
a la cultural salinar (400 a.C. -100 a.C.) plantaciones que alternaban con
otros alimentos tradicionales como los zapallos, los frejoles y los maíces. (“Ajíes
peruanos, sazón para el mundo”, Apega, 2010).
En
el sur del país, los ajíes y rocotos fueron descritos tempranamente por
cronistas como el Padre Acosta quien habla “de la natural especería que dio
Dios a las Indias de Occidente (…) que en Castilla llaman pimienta de las
Indias, en Indias por vocablo general tomado de la primera tierra que
conquistaron nombran ají, en lengua del Cuzco se dice uchu, y en México chili”.
Todas
las evidencias apuntan a sentar el acta de nacimiento del ají en la zona
altiplánica que comparten Perú y Bolivia. “Ni los mejicanos respaldados por un
ejército de ‘chiles’ discuten esa verdad”, escribió con delicioso humor el científico
Fernando Cabieses en el libro “Antropología del ají”.
Dice
que el género capsicum, al que
corresponden todos los ajíes del planeta, se originó hace veinte mil años.
Existen alrededor de treinta especies diferentes, pero solo cinco de ellas han
sido domesticadas, las demás son silvestres y todas vienen de Bolivia.
Probablemente
fueron los pajaritos los que se encargaron de trasladar las semillas desde los
Andes hasta México, desperdigándolas en el camino por diferentes suelos con
climas y ambientes distintos que por supuesto dieron origen a variedades
impensadas gracias a las manos de los agricultores de entonces. El ají fue una
de las primeras plantas domesticadas en América del Sur.
La
hipótesis de los pájaros mensajeros no es descabellada si tenemos en cuenta que
las aves son incapaces de sentir el picor del ají. Además, anota Cabieses, las
aves digieren bien la fruta pero la semilla del ají tiene una cobertura
refractaria a los jugos digestivos de las aves, por lo que esas semillas no
pueden ser procesadas, ni digeridas, ni destruidas. Se expulsan tal cual luego
de varias horas de vuelo. Fue así como las aves sembraron ajíes desde la cuenca
del Amazonas a la del Orinoco y el Río de la Plata, incluyendo México y el
Caribe.
Tan
importante fue el ají entre los primeros peruanos que su existencia se registra
en la leyenda fundacional de los Hermanos Ayar. Relata el mito que Ayar Manco,
Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca acompañados de sus cuatro hermanas salieron
de la cueva de Pacaritambo para buscar una tierra fértil donde fundar el
imperio, que finalmente hallaron en el Cuzco. Cachi significa ‘sal’ y Uchu
‘ají’ y este hermanamiento entre el mundo vegetal y mineral también demuestra
el sentido de complementariedad de ambos elementos en el mundo andino. Se sabe
que los Incas rompían el ayuno ritual con un poco de ají otro de sal y un sorbo
de chicha, y es muy probable que este fuera el primer bocado ofrecido por el
Inca al conquistador Francisco Pizarro.
CONDIMENTO, CASTIGO, TRUEQUE Y MÁS
Los
cronistas se encargaron de registrar el profuso uso de los ajíes en la cocina
prehispánica. “Lo echan en todo lo que comen, sea guisado, sea cocido o asado,
no lo han de comer sin él”, escribió Garcilaso de la Vega en Comentarios Reales de los Incas (1609). De
otro lado, Miguel de Cúneo acompañante de Cristóbal Colón en sus viajes de
descubrimiento en una carta fechada el 28 de octubre de 1495 refiere que “en
aquellas islas hay plantas parecidas a las aulagas, que dan un fruto igual de
largo que del canelo, llenas de pepitas picantes como la pimienta. Estos caribes y los indios comen esos frutos
como nosotros comemos manzanas”. De hecho, la cocina inca conoció y empleó
distintas variedades de ajíes como el arnaucho, el rocoto, el ají montaña, el
chinchuicho y otras especies que crecían en las montañas de Madre de Dios.
Se
cree que durante la época incaica no existía el intercambio de monedas como valor de trueque, aunque sí
de mercancías de carácter utilitario a las que se asignaban un valor
determinado de intercambio. Con estas mercancías se podía pagar trabajos, como
el de chamanes, cargadores o guerreros, o comprar artículos diversos. El
maestro Luis E. Valcárcel señaló que el manojo de ajíes secos o ranti servía como unidad de cambio. “Era una forma de comercio más elaborada que
el simple trueque de productos. El ají, junto con las hojas de coca, fue uno de
los objetivos preferidos como moneda/mercancía”. (Ajíes peruanos, sazón para el
mundo. Apega, 2010). Aunque parezca mentira, su uso como medio de trueque
sobrevive todavía en algunas regiones serranas alejadas, constató el maestro
Cabieses.
El
versátil ají no solo sirvió para el placer de comer sino también como
instrumento de tortura y suplicio, tal como relata la novela histórica Narración de una conquista (citada por
el doctor Cabieses) sobre el tormento que Huáscar le hizo aplicar a Colla
Túpac, uno de los albaceas de su padre, Huayna Cápac. Dice así:
“Unos
pasos más allá, una hoguera vomitaba llamas y humo bajo un gran marco de madera
del que colgaba una cuerda amenazante. Dos esbirros se acercaron a Colla Túpac,
lo derribaron brutalmente y amarraron la cuerda a sus pies para después izarlo
en el aire, cabeza abajo, balanceándolo como un convulso péndulo de carne que
marcaba un ritmo horripilante sobre el humo enceguecedor… Este humo que ahora
se espesaba y hervía en gruesos espirales amarillentos. Las llamabas había sido
ahogadas por una gruesa capa de ají seco que el verdugo echó sobre el fuego…
Balanceándose sobre el humo cáustico, Colla Túpac se retorcía y contorsionaba
en una convulsión estrangulada por la tos y por el vómito, sofocándose entre
las fieras nueves del vapor asesino, ahogándose, luchando por una bocanada de
aire limpio, su voz agarrotada por silbidos rasposos, exprimidos de los
pulmones incendiados y la lengua amoratada y negra, cubriéndose de un brutal
flujo de gruesa espuma sanguinolenta. Y el cuerpo pronto inerte, meciéndose
ahora en silencio”. ¿Más realismo? Imposible.
Esta
crueldad no fue patrimonio de nuestro imperio. Grabados del Antiguo México
muestran a un padre de familia castigando a su hijo haciéndolo inhalar el humo
del chile.
Posteriormente,
propiedades bastante menos desalmadas adornaron el ají a la luz de la ciencia y
la medicina popular. Se le atribuye efectos estimulantes sobre el sistema
digestivo, es eficiente para tratar picaduras de insectos, curar el “mal de
altura” y aliviar el estreñimiento. Comido con moderación incita el deseo
sexual, elimina las vinagreras y calma el dolor de muelas. Usado como
cataplasma detiene el asma, la toz persistente y el catarro; molido es bueno
para curar anginas; tostado detiene los mareos; y en polvo elimina los piojos. El
listado expiatorio continúa: es diurético, funciona como abortivo, retarda la
vejez, detiene la calvicie y sirve como anestésico local, entre otras virtudes.
Valga
señalar en este punto que el vocablo ‘ají’ es de origen Caribe y proviene del
lenguaje taino. Cuando los españoles llegaron a México se encontraron extensos
sembríos de ají, que en lengua Nahuatl se llamaba ‘chili’. Nuestro nativo
‘uchu’ desapareció del lenguaje diario durante la Colonia, aunque quedó perennizado
en un plato típicamente mestizo como el anticucho y en la uchucuta que es como en Ayacucho denominan a la salsa
de ají.
LA RUTA DEL AJÍ
Convenimos
entonces que el ají salió del altiplano y se extendió hasta el golfo de México.
Luego de las avecillas viajeras, otro viajero se encargó de expandirlas al
mundo. Fue Cristóbal Colón quien en su primera aventura trasatlántica llenó sus
bodegas de ají y las llevó a España en 1493. No andaba desencaminado el
navegante ya que rápidamente entendió que usado en cantidades apropiadas el ají
ayudaba a tolerar los alimentos apiñados y deteriorados durante el largo
almacenamiento.
Apenas
llegado a la península ibérica, el ají se extendió a Europa, los portugueses lo
llevaron en sus expediciones por la costa africana, la India y el Medio Oriente
y los turcos lo comercializaron en Constantinopla y los Balcanes La expansión
fue tan vertiginosa que, en 1541, mientras Francisco Pizarro moría en Lima, en
la India ya se cultivaban tres variedades de ají (la fuente sigue siendo la del
inigualable maestro Cabieses). Señala además que nuestro ají fue bautizado como
pimiento de Pernambuco, pimiento de la India o pimiento de Calcuta, según de
donde llegara el comercio en esos frenéticos años en pos del descubrimiento de
especies, tesoros y territorios.
No
es exagerado afirmar que el ají es el condimento más generalizado en el mundo
entero, aunque, ironías de la vida, dentro de los principales productores
mundiales no figuraban hasta hace una década ni Perú ni Bolivia ¾padres de la criatura¾ sino China, India, México
y Estados Unidos. Afortunadamente, apenas despuntado el nuevo siglo nuestras
exportaciones de ají fresco mostraron tasas de crecimiento importante, tanto
que en cinco años se incrementaron en 88% posicionándose el ají amarillo por su
volumen (78%) como el producto bandera del Perú.
Según
datos recogidos por Apega (Sociedad Peruana de Gastronomía), el gran mercado
mayorista de La Parada recibe diariamente un promedio de 60 toneladas de ají
amarillo procedentes de los valles de Huaral, Chancay, Huarmey y Cañete. Es
decir, un millón y medio de ajíes amarillos cada día. Y en cuanto a
exportaciones de ají, el año pasado cerró con más de US$ 100 millones de
dólares a mercados exigentes como España y Estados Unidos. Además, una
agroindustria paralela se desarrolla con brío a través de ajíes envasados,
pastas de ají, salsas como la ocopa y la huancaína y alimentos procesados con
sabor peruano.
SOMOS LO QUE COMEMOS
El
ají pertenece a la familia de las solanáceas, plantas herbáceas y cosmopolitas
que se encuentran esparcidas prácticamente por todo el mundo. En esta familia
se encuentra la papa (solanum tuberosum),
el tomate (solanum lycopersicum), la
berenjena (solanum melongena) y los
ajíes y pimientos (capsicum). Dentro
del género de los capsicum, que es el
que nos interesa en esta historia, hay
especies cultivadas y otras silvestres, es decir, las que provienen de huertos
caseros o se recolectan estacionalmente.
No
existe aún un inventario de especies, confiesa el ingeniero Roberto Ugás,
investigador y docente de la Universidad Nacional Agraria de La Molina, sin
embargo tienen registradas “250 entradas al banco de germoplasma”, de las
cuales el 30% son productos duplicados o llevan el mismo nombre siendo distinta
variedad o siendo de la misma variedad tienen denominaciones distintas. En
cualquier caso, el suelo, el clima, la altura y otras condiciones bioclimáticas
condicionan las diferencias.
Gracias
a investigaciones realizadas desde hace varias décadas se logró determinar que hay cinco especies
cultivadas de capsicum, y las cinco
se encuentran en el Perú: capsicum
pubescens (rocoto), capsicum
frutescens (pipí de mono, charapita, arnaucho), capsicum baccatum (el más conocido en el Perú, a esta especie
pertenecen el ají mirasol, el escabeche, pacae, cacho de cabra, ayucllo), capsicum chinense (panca, colorado,
mochero, ají dulce, limo) y capsicum
annuum (cerezo). A esta última especie, por ejemplo, pertenece la gran
mayoría de ajíes mexicanos quienes gracias al trabajo y sapiencia de sus
pobladores lo domesticaron, cruzaron, entrecruzaron y consiguieron una
admirable variedad de ajíes que forman parte de su vasta cocina y su bien
cimentado orgullo gastronómico.
A
estas alturas de la historia no cabe ninguna duda que somos la civilización de
la papa tanto como la del ají. Nuestra cocina clásica incluye rubros genéricos
como “picantes” o “ajiacos”, amén de salsas imprescindibles que combinan
productos varios pero siempre con la presencia recurrente del ají que es
finalmente el ingrediente que le da carácter y personalidad.
Es
inconcebible la elaboración de buena parte del recetario nacional sin la base
de un aderezo que parte de una pasta o puré de ají ¾seco, fresco o rehidratado¾ y mezcla dos o más
variedades de ají que aportarán, según el plato, aroma, color o textura. Aderezo
que se repite a lo largo y ancho del país sin más cambios que los que genera el
particular sabor de los productos de la zona.
El
primer recetario de cocina publicado en el Perú en 1867 vio la luz en Arequipa,
en la imprenta de Francisco Ibáñez y se llamó La mesa peruana o sea el libro de las familias. Allí se registra la
manera de preparar una salsa de ají, receta que permanece prácticamente
inalterable hasta nuestros días. Dice: “Se toman seis u ocho pimientos secos
(ají colorado), se bota la simiente y se tuestan en ceniza caliente. Hecho
esto, se sacude, se pone en el batán con una cebolla asada, una papa cocida y
sal. Se muele bien y puesto en el plato se sazona con una cucharada de aceite”.
Cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia.
“La
cocina arequipeña emplea con profusión esa paleta de aderezo básico de raíz
nativa (pasta de ají) y complemento hispano (el sofrito de ajos y cebollas en
que debe cortar o agarrar el punto),
pero utiliza también una variante fría del preparado para la elaboración de uno
de sus principales aportes: la ocopa.”, señala el poeta Alonso Ruiz Rosas,
autor del monumental libro La gran cocina
mestiza de Arequipa.
Amamos
el ají y gracias a este incandescente enamoramiento que no muestra visos de
cansancio, las picanterías y comederos populares, verdaderos templos de las
tradiciones mestizas, rinden tributo, día a día, plato a plato a este
invencible producto que fogoso y enardecido sigue provocando suspiros,
lágrimas, comezones y apetencias. Los peruanos nostálgicos lo llevan de
contrabando en la maleta o lo buscan en los mercados étnicos, mientras los
migrantes regresan a sus pueblos en busca del sabor particular del aderezo que
les formó el paladar en la infancia. Sin ají no hay ni sabor ni alegría. Lo más
probable es que luego del primer bocado los picores queden relegados o
subordinados porque como bien apunta el refrán “sarna con gusto no pica”.
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